Gobierno Limitado
A lo largo de la historia, ha habido gobernantes cuyo poder ilimitado les ha permitido cometer actos terribles contra su propio pueblo. Para evitar esto, aparecieron en Europa diversos intentos de limitar el poder político. No todo podía permitírsele al rey.
Mientras en los demás continentes, los soberanos todopoderosos oprimían a sus pueblos a su antojo, documentos como Els Usatges de Barcelona y más tarde la Magna Carta inglesa sometieron a los gobernantes europeos al imperio de la ley. Éste era el juramento de lealtad que en la Corona de Aragón se hacía al rey:
Nosotros que valemos tanto como vos, juramos ante vos que no sois mejor que nosotros, que os aceptamos como rey y soberano siempre y cuando respetéis nuestras libertades y leyes, pero sino no.1
En Castilla, Juan de Mariana no tuvo reparos en reconocer al pueblo el derecho de matar al gobernante si éste le oprimía con impuestos excesivos, moneda fraudulenta o impedía la reunión del parlamento, es decir, si el rey se volvía tirano. Mariana recalcó que el gobierno no es omnisciente y, por lo tanto, no puede aspirar a la omnipotencia.
Es gran desatino que el ciego quiera guiar al que ve. [El gobernante] no conoce las personas ni los hechos, a lo menos todas las circunstancias que tienen. Forzoso es que se caiga en yerros muchos y graves, y por ellos se disguste la gente y menosprecie gobierno tan ciego. Es loco el poder y mando. [Cuando] las leyes son muchas en demasía y como no todas se pueden guardar ni aun saber, a todas se pierde respeto.2
Más adelante, los autores del liberalismo clásico británico teorizaron sobre las tareas específicas a las que debían dedicarse los gobiernos. Sus conclusiones no son perfectamente coincidentes pero todas recalcan la naturaleza secundaria del gobierno ante la sociedad civil. Primero están el individuo y su propiedad, sólo en segundo término aparece el Estado para defenderlos. Las discrepancias, por tanto, están en las condiciones que el Estado ha de mantener para defender a sus súbditos y así asegurar el bien común.
En efecto, si como dijo Lord Acton, "el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente", el poder estatal habrá de tener unas limitaciones muy claras o su corrupción lo hará insoportable a los ciudadanos.
Uno de los principales defensores del gobierno limitado fue John Locke. Según él, los hombres ceden su soberanía natural al gobierno para que éste les proteja. Para ello no es necesario que el gobernante acumule mucho poder. Es más, para evitar que se extralimite, será bueno que el gobierno esté dividido en distintos poderes que se contrapongan. Y si aún así llega a pasarse de la raya, entonces los ciudadanos tendrán pleno derecho a rebelarse contra él.
Adam Smith fue más explícito y en su Estudio sobre las causas y la naturaleza de la riqueza de las naciones detalló los tres deberes del gobierno. El primer deber del soberano consiste en defender a sus súbditos de agresiones extranjeras. El segundo deber consiste en defenderlos de agresiones por parte de otros miembros de la propia sociedad. Y el tercer deber es una especie de cajón de sastre por el que el soberano ha de proveer a la sociedad de todas aquellas cosas que los individuos no ofrecerán pues no ofrecen oportunidades de lucro, es el caso de algunas obras públicas. Además, Smith veía con buenos ojos que el gobierno vigilara a las grandes empresas, cuyas aspiraciones oligopolistas perjudicaban el natural desarrollo del mercado.
Cuando los representantes de las Trece Colonias, muy familiarizados con los clásicos, se hartaron de que el rey Jorge les impusiera obligaciones sin permitirles ninguna representación en el Parlamento británico, le presentaron una Declaración de Independencia en la que hacían referencia explícita a las funciones limitadas del gobierno.
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuandoquiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad.
Es decir, el gobierno está para asegurarnos la tranquilidad suficiente para poder vivir en paz; para mantener aquellas condiciones que hacen soportable la vida en sociedad. Si se extralimita en su ejercicio del poder deja de asegurar esa necesaria tranquilidad. Y entonces, no merece otra cosa que ser depuesto.
Consecuentemente, al adoptar la Constitución para la nueva nación, estas limitaciones fueron tenidas muy en cuenta. Tanto, que los más puntillosos, los antifederalistas, no quedaron nada satisfechos y exigieron una serie de enmiendas. Había que asegurarse de dejar bien claro que los derechos fundamentales del ciudadano están muy por encima del poder del gobierno. Así, las diez primeras enmiendas a la Constitución fueron conocidas como la Carta de Derechos. La primera se refiere a la libertad religiosa, de prensa y de asamblea. La segunda al derecho de llevar armas y organizarse en milicias. Y así sucesivamente hasta llegar a la décima cuyo radicalismo en el énfasis de la limitación del gobierno no podría ser más diáfano:
Los poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos a los estados, quedan reservados para los estados respectivamente o a las personas.
Ante los desmanes del socialismo soviético, el nacional socialismo y la social democracia, los economistas del siglo XX han defendido el regreso a un gobierno limitado a la tarea de asegurar las condiciones básicas para que el mercado funcione. Sin embargo, los gobiernos actuales distan tanto de aquel ideal que estos autores han aceptado en ocasiones males menores para avanzar hacia la limitación del poder gubernamental.
Es el caso de Milton Friedman, que ha propuesto que parte del dinero que los ciudadanos pagan al Estado con sus impuestos les sea devuelto en forma de cupones. Estos cupones podrán usarlos los contribuyentes para sufragar sus propios gastos de educación.
Más allá ha ido el premio Nobel Friedrich Hayek aceptando un mínimo gasto público en seguridad social.
En una sociedad industrializada resulta obvia la necesidad de una organización asistencial, en interés incluso de aquellas personas que han de ser protegidas contra los actos de desesperación de quienes carecen de lo indispensable. Es probable, y quizá inevitable, que la mencionada asistencia no se limite a los incapaces de atender sus propias necesidades, como también que en una sociedad comparativamente rica, cual es la actual, el volumen de ayuda rebase lo estrictamente indispensable para mantener vivos y en estado de salud a los beneficiarios.3
1 Citado en Vergés, Joseph C., Tots els homes de Duran, Barcelona, Llibres de l´Ýndex, S.L., 2000. Pág. 48.
2 Huerta de Soto, Jesús, Nuevos estudios de economía política. Madrid, Unión Editorial, S.A., 2002. Pág. 156.
3 Hayek, Friedrich, Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1998.Pág. 381.
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